Visión Z digital
Estamos transitando los últimos días de un año que agoniza, basta meditar acerca de lo acontecido en nosotros y el mundo para arribar a la mediana certeza de que “la esperanza debería ser lo primero que se pierda”.
Por: Eduardo Sanguinetti (Argentina)
La esperanza genera expectativas de todo tipo, deviniendo en optimismo, actitud propia de dictadores y tiranos… la esperanza conciliadora con el status quo es conformista y exhala un hálito de religiosidad disfuncional, actuando cual golpe constitutivo de discontinuidad si no se cristaliza el milagro de “lo que se aguarda”. Luego, solo resta caer ante la pérdida del aura, en instancias destructivas y fanáticas.
Meditar, sentir, pensar y actuar, solo imbuidos de la certeza de que contamos con los elementos conducentes para llegar a nuestro proyecto, en actitud estoica y persistente, sin especulaciones ni simulaciones, nos hará mantener la certeza de la incertidumbre, que de lograr el fin propuesto, será por la persistencia, voluntad y coraje, siempre a favor de nuestra existencia personal y cultural, en verdad y libertad.
Estamos instalados en la era de la levedad: todo liviano, ligero y sin calorías. Este es el estado de cosas que intenta totalizar desde las estructuras políticas nuestro modo de vida. Estamos en el final de una civilización, en el tan ansiado “fin de fiesta”.
En el mundo de las ideas y su reflejo en el comportamiento de los hombres, se ha producido un cambio sensible, que es lo que pretendo analizar ahora. Las dos notas más peculiares son, desde mi punto de vista, el hedonismo y la permisividad sin rumbo. Ambos están enhebrados por un materialismo ilusorio que pone en primer plano de la conducta el dinero, el goce estético, el bienestar, el nivel de vida, el éxito.
Vivir hoy y ahora
Buscando el goce ávidamente y el intento de lograr originalidad donde ya no queda nada, sin ninguna finalidad concreta. La ética hedonista tiene un código: la permisividad. Entre ellas se establecen relaciones muy cercanas. Estos son los dos nuevos pilares que vertebran la vida de los hombres de hoy. La vida contemplada como un goce ilimitado, no dejando que las conciencias actúen.
En consecuencia, el relato de nuestra vida es el “saldo de una causa” que intentamos dar a conocer, del pensamiento que servimos, de la autoridad que justifica nuestros actos, y que hoy no puede ser dicho ni siquiera meditado, instancia a la que se llegó en función de múltiples estrategias en servicio de aniquilar el pensamiento y el acto creativo, signos puntuales de nuestra condición de ser.
El consumo es un eyector fundamental en el accionar de la rutina de este pobre ser humano del tercer milenio, fuerte raíz, sumándose a cuanto vende una publicidad masiva y ofertas a repetición de cualquier cosa, que crea ansiedad, angustia y sobre todo necesidades que no son tales. Un hombre que ha entrado por esa vía se va volviendo cada vez más débil, superfluo e inútil.
Se produce así una indiferencia por saturación de contradicciones. No le preocupa la justicia, ni los viejos temas de los existencialistas (Kierkegaard, Nietzsche, Heidegger, Sartre, Camus…), ni los problemas sociales, ni los grandes temas del pensamiento (la libertad, la verdad, el sufrimiento).
Un hombre así es cada vez más vulnerable. No hace pie y quizás se hunda en el océano de la destrucción. ¿Es necesario intentar modificar el rumbo? Se ha vuelto viejo: sin proyectos atractivos ni felices. Debemos saber que el progreso material por sí solo no colma las aspiraciones más esenciales del hombre y este se encuentra hoy hambriento de verdad y de amor auténticos.
La felicidad —como la verdad— radica en su búsqueda, en fin, con todo lo que hace tener sentido a todo lo que tiene de maravilloso, feliz y nítido la aventura humana, y que, a no dudarlo, servirá de referente a la imaginación y vida de nuestros herederos, para que no permanezcan anquilosados en la mera piel de las apariencias sensibles, y puedan caminar a instancias trascendentes que logren hacer que “el hombre de hoy sea superado”, recuperando la unidad de cuerpo y doble, rearmando la mentalidad estoica: la invitación a soportar tiene que ser un motivo recurrente en la ética, que acompañe con la voluntad de llevar a término la finalidad asumida a pesar de todas las dificultades.
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